martes, 4 de noviembre de 2014

MUÑECA DE PAPEL


MUÑECA DE PAPEL


Escrito por Mariano Caballero Hernandez


No alquiles este piso, aquí habitan fantasmas. Te meterás en problemas. Susan aún tenía aquellas palabras rebotando por su cabeza. Tenía claro que no creía en fantasmas, pero aquello le había dado mala impresión: no esperaba llevarse bien con una vecina, la única que había en la séptima planta del edificio, que le había recibido con tal chorrada. Nada de "bienvenida al edificio" o algo parecido.
Se coló en el piso mientras Susan apenas había visto el salón y le soltó aquello. La casera ni se inmutó, ni siquiera la miró. Debía estar acostumbrada a que la vecina de al lado intentase ahuyentar a sus inquilinos. Susan estimó que debían ser viejas rivales, así que no pensaba quedarse en mitad de ambas y sus conflictos. Porque por fin encontró lo que llevaba tres semanas buscando: un piso con dos habitaciones, una de ellas para convertirla en su estudio donde continuar con su próxima novela, con grandes ventanales desde las cuales adquirir una amplia visión de toda la ciudad, a tan sólo diez minutos de su nuevo trabajo, y, sobre todo, a un precio increíble.
Susan había colaborado los últimos dos años en un periódico de tirada regional. Solía escribir una columna de crítica social y en ocasiones algún articulo sin demasiada trascendencia, los cuales enviaba por email los miércoles y los viernes al redactor jefe del periódico. No era gran cosa, lo suyo era el arte de manejar palabras, enredarlas y hacerlas bailar entre tapa y tapa de sus cada vez más afamados libros. Pero le ofrecía una coma muy gratificante en el, a veces, cargante oficio de escritor, y sobre todo le permitía adquirir, poco a poco, más fama entre los amantes de las letras. Y gracias a esto último Susan había acabado en aquel, según la vecina de pelo encrespado y camisa a cuadros hortera, piso con fantasmas. Porque gracias a su buen hacer y a su emergente fama el redactor jefe del periódico le había ofrecido un puesto fijo en la redacción, a media jornada, pero muy interesante. Requería de su presencia en la redacción casi a diario, le robaría buena parte del tiempo dedicado a la síntesis de sus libros, pero Susan estaba muy entusiasmada y emocionada con su nuevo papel en el mundo. Además, las afueras ya no le aportaban nada. Necesitaba un cambio, sentir el calor de la gente cerca de ella, aunque ese calor solo le llegase a través del ruido banal de los coches y las muchedumbres embutidas en los autobuses de línea. Le parecía bien de todas formas. Estaba cansada de la banda sonora de las afueras: pájaros, la bocina del camión del lechero y más pájaros.
Así que después de tres semanas buscando piso, después de tres semanas acudiendo a la redacción desde su antiguo hogar en las afueras, tras haber cogido dos trenes y un autobús, por fin encontró un piso en su querida ciudad, a tan solo un paseo de su nuevo trabajo. No estaba dispuesta a consentir que una vecina con ganas de asustar a los nuevos inquilinos arruinase sus esfuerzos.
Aún estaba todo por montar. El piso estaba amueblado, pero Susan tenía todas sus cosas en una gran montaña de cajas que había construido con sumo cuidado en el estudio. Solo llevaba tres semanas en la redacción, pero ya había hecho grandes amistades. Así que había decidido invitar a gran parte de ellos a tomar unas cervezas, a modo de pequeña inauguración de su nuevo hogar, y por que no, de su nuevo trabajo.
La noche trascurrió tranquila. Unas cervezas, unos pitillos, risas, pequeños tentempiés, largas e interesantes conversaciones, más cervezas, más risas...Era viernes por la noche, la cuidad, a los pies de Susan y sus compañeros, emanaba vida y luz, mucha luz. Así que todo era perfecto.
A la mañana siguiente se levantó con mucha vitalidad y energía, algo cansada debido a una pequeña resaca, pero dispuesta a poner toda la casa en orden, recoger los restos de la fiesta de la noche anterior y sobre todo la montaña de cajas del estudio. Envolvió su delicada piel blanquecina como la leche con una bata de seda dorada y se dispuso a salir del dormitorio para tomar el desayuno. Al abrir la puerta del dormitorio se llevó una grata sorpresa: todas las botellas de cerveza, paquetes de tabaco vacíos, platos con restos de comida y ceniceros repletos de colillas se habían esfumado. Todo estaba en perfecto orden. Una gran sonrisa le cruzó toda la cara, de oreja a oreja. Lo más seguro era que Shally y Thomas, los últimos invitados en marcharse y con los que más confianza tenía, habían decidido recogerlo todo. No le extrañaba, eran grandes personas, siempre dispuestas a todo.
Llegó a la cocina con paso vivo y alegre, con la sonrisa decreciendo pero aún presente. Recogió su pelo dorado en una cola alta y sacó la cafetera y el tostador de uno de los armarios superiores de la cocina. Pero antes de encenderlos decidió volver al dormitorio. Iba descalza y nunca enchufaba cosas descalzada desde que escuchó, en aquel programa de sucesos de las siete, que alguien murió electrocutado al enchufar la televisión descalzo. Así que regresó al dormitorio a por sus zapatillas moradas de piel de peluche.
Cuando abrió la puerta del dormitorio volvió a recibir una sorpresa, no tan grata como la anterior. De hecho, bastante desagradable a su parecer. La cama estaba perfectamente echa. Se acercó a la cama, incrédula, con la boca abierta y los ojos entrecerrados como el que intenta divisar algo en la lejanía. Tocó la colcha con la palma abierta. La cama estaba perfectamente hecha: la sabana debajo de la colcha perfectamente doblada, la almohada cubierta por la colcha y tres bonitos cojines color melocotón repartidos a lo largo de toda esta.
Aquello era muy extraño, y por un breve instante de tiempo, creyó a la vecina, aquella que le aconsejó no alquilar aquel piso, que si lo hacía se metería en problemas. Sintió una pequeña angustia, un pequeño mosquito que se agarró a su nuez y le hizo saborear un intenso y desagradable sabor. Pero se repitió a si misma que ella no creía en fantasmas. Debía haberse emborrachado más de la cuenta la noche anterior, y tener una resaca tremenda, tanto que acababa de hacer la cama y no lo recordaba.
Hizo un café y se lo tomó en un intento de despejar su mente y recuperar el aliento y la cordura. Se sentó en el bonito sofá azul marino del salón, adjunto a un gran ventanal que mostraba una amplia imagen de toda la ciudad, hoy turbada por las nubes grises y opacas que reinaban en el cielo, pero bonita al fin y al cabo. Llevaba un libro en la mano, "Los atardeceres de Laura". Trataba sobre una chica lesbiana que se enamoraba perdidamente de un chico gay. Un amor imposible por el que sufría demasiado, tanto que ella esta al borde del suicidio.
Pero no podía concentrarse, no podía seguir la lectura, las líneas se turbaban, se retorcían y dejaban un gran hueco en la página, hueco por el que aparecía el rostro de la vecina, con aquellas palabras desconcertantes. Cerró el libro y lo apartó a un lado del sofá. Se levantó para coger el mando del televisor, que estaba en una pequeña mesa de cristal frente al sofá, y volvió a su sitio privilegiado en lo alto de la ciudad nublada pero hermosa.
Realmente no había nada que mereciese la pena en la televisión, pero Susan ni siquiera se percataba de ello. Ya podrían estar emitiendo un concierto de los Rolling Stones, o un documental sobre leones marinos, ambas grandes pasiones suyas. No hubiese importado, hubiese seguido sin percatarse. Porque simplemente se dedicaba a golpear el botón verde con la flechita que indicaba pasa al siguiente canal, sin ninguna coherencia, con sus ojos fijados en la pantalla de plasma, pero su pensamiento perdido en un bosque verde oscuro.
De repente el mando dejó de funcionar, ya no había canal siguiente, aquel programa basura sobre la vida de los famosos tres canales más allá no volvería a aparecer. A menos que cambiase las pilas del mando, pensó Susan un minuto después, cuando por fin se dio cuenta de que por mucho que pulsaba aquel botón, tanto y con tanta saña que le sudaba el dedo pulgar, el canal no avanzaba.
Se levantó y se dirigió a la cocina. Creía haber dejado un paquete de pilas para su cámara de fotos digital en uno de los cajones pequeños que se encontraban junto al fregadero. Efectivamente, las pilas eran las reinas del cajón. Eso le hizo recordar que debía de ponerse manos a la obra, con la inmensidad de cajas llenas de trastos de la mudanza, alojadas en el estudio. Y eso le hizo aumentar el dolor de cabeza.
Volvió al salón con paso cansado, casi arrastrando los pies, y dejó caer su trasero en el sofá con tanta violencia que el respaldo emitió un pequeño crujido al verse forzado contra la pared. Abrió la tapa del mando y sacó las pilas. Pero algo la detuvo en seco. Miró a la televisión, no sin cierta incertidumbre, y descubrió que el programa basura profamosos volvía a estar puesto, cuando Susan tenía la absoluta certeza de que al ir a buscar las pilas se había quedado puesto el canal de la tele tienda. De pronto la pequeña incertidumbre se hizo grande, enorme, y un pequeño grito sordo que no llegó a salir por su boca retumbó en su estomago. Pero no solo por el hecho de que no estaba puesto el mismo canal que cuando ella se fue, sino también porque se dio cuenta de que el receptor de infrarrojos en la televisión, un pequeño circulito justo debajo de la imagen, estaba tapado con un trocito de cinta aislante verde, un verde tan vivo que contrastaba de manera exagerada con el negro satinado de la televisión de plasma. Recordaba haber dejado aquella cinta aislante en una repisa que había a unos centímetros por encima de la tele, de hecho la cinta seguía ahí, pero lo que no recordaba era haberse levantado a coger un trozo y ponerlo en el receptor de infrarrojos, sin ningún motivo, y todo mientras estaba sentada en el sofá, maltratando el mando a distancia. Y no lo recordaba porque volvía a tener una certeza, la de que había permanecido todo el tiempo sentada. Se levantó del sofá de forma lenta y cuidadosa, como el que espera un golpe por la espalda, y se acercó un poco al televisor. Se arrodilló y miró con suma curiosidad y estupefacción la cinta aislante, un simple trozo de cinta aislante. Aquello parecía irreal. Se incorporó histérica, enfurecida con ella misma por creer haber pasado una noche tranquila, con solo dos cervezas y una charla amena con los amigos, cuando todo parecía indicar que no solo había llenado el estomago de alcohol, sino que lo había desbordado. Pensó en ir al estudio para empezar a poner algo de orden, creyendo que eso disolvería los nubarrones que cruzaban por su cabeza.
Pero algo la detuvo cuando sus piernas estaban alcanzando la verticalidad. El canal volvió a cambiar. Sólo. La cinta aislante verde seguía pegada en el receptor, y aunque no lo hubiese estado, el mando estaba con las pilas quitadas, tiradas en el sofá, como comprobó al volver la cabeza levemente hacia atrás. Al recuperar su posición normal, descubrió que la tele estaba cambiando de canal sin parar, con más velocidad incluso de la que ella lo había estado haciendo mientras tenía la mente en el bosque verde oscuro. Volvió a mirar el trocito de cinta verde intenso y se dio cuenta de que un botón que había junto al receptor, bajo el cual habían unas letras pequeñas que rezaban "channel up", se estaba iluminando una y otra vez. Confusa, nerviosa y enfurecida se dirigió hacia la tele y con más rabia que la que sentía cuando no encontraba ningún piso decente al que le llegasen sus ahorros, empezó a golpear el botón adjunto al que se iluminaba, el que rezaba "channel down". Estuvo así unos segundos, sin obtener resultado, hasta que sintió un tremendo escalofrío, que le recorrió desde los pequeños y delicados pelillos de los dedos de los pies hasta la última punta de su cuero cabelludo.
De repente dejó de pulsar el botón y empezó a notar cómo el aire le faltaba. Abría la boca más de lo que ella misma creía poder abrirla, intentado coger una bocanada de aire, un pequeño trocito de aire, pero no lo conseguía. Cayó de rodillas en la moqueta y se echó la mano al estomago, al tiempo que el pequeño escalofrió parecía convertirse en un cuchillo de acero inoxidable japonés que le desgarraba hasta los riñones. Incapaz de resistir semejante dolor perdió el conocimiento y cayó de espaldas, golpeándose en la cabeza contra la pequeña mesa de cristal que acompañaba al sofá.
Cuando despertó era ya de noche, aunque bien era cierto que el sol se había negado a salir aquel día, sometido por la inquebrantable fuerza de las nubes grises opacas. Echó una mirada en derredor sin levantarse del suelo. Todo estaba en orden. Miró al televisor. Estaba apagado, sin cinta verde intensa. Pero el mando a distancia estaba en la mesa de cristal, en lugar de en el sofá, donde ella recordaba haberlo dejado.
Se incorporó, con gran dificultad, se llevó una mano a la cabeza, y descubrió un protuberante y considerable bulto junto a la coronilla. "Debo haberme desmayado" pensó. Alargó el brazo y cogió el mando. Abrió la tapa de las pilas y descubrió que estaban puestas las de color dorado con una línea plateada, las mismas que parecían haberse gastado hacía unas horas. Se quedó un momento pensativa, mirando al suelo. Cuando reaccionó apuntó con el mando hacia el televisor y pulsó el botón de "on". La tele se iluminó al instante, y cambiaba de canal sin ninguna dificultad.
Se dirigió a la cocina, aún con el mando en la mano, y volvió a abrir el pequeño cajón de madera clara lacada. Las pilas que había cogido para cambiar las que pensaba se habían gastado estaban ahí. Pero a pesar de ello, o quizás debido a ello, Susan tuvo la sensación, más fuerte y real que nunca, de que algo no iba bien. Y es que, había algo extraño. El pequeño envoltorio de plástico fino y delicado que cubría las cuatro pilas formando con ellas un bloque había desaparecido. En su lugar, había un trozo de cinta aislante verde rodeándolas y manteniéndolas unidas. Acercó la mano a las pilas con miedo, como esperando un nuevo escalofrío, y las cogió. Estaban pegajosas, como si se hubiesen hecho varios intentos con la cinta verde hasta alcanzar al fin la longitud exacta que cubría a las cuatro pilas, a la mitad de estas, como un cinturón. Las apretó con todas sus fuerzas, cerrando la mano, y un pensamiento le vino a la cabeza. Un mensaje. Su propia voz golpeando con insistencia en su mente, rebotando en el interior de su cráneo: estas pilas son reales, y algo no anda bien hoy.
Miró el reloj que había colgado en la pared opuesta al fregadero. Eran las ocho y veinte minutos de la tarde. De repente tuvo la idea de llamar a su vecina e invitarla a cenar. No tenía intención de iniciar una sarta de preguntas sobre fantasmas, seguía sin creer en ellos, estaba casi segura; pero no quería estar sola. Sentía que algo extraño y negativo pasaría si se quedaba sola durante las próximas horas. No le echaba la culpa a ningún fantasma, se las echaba a ella misma. No quería estar sola., y su vecina era la única persona, aparte de ella misma, en la última planta del edificio, y al fin y al cabo, era con la única persona de todo el edificio con la que había tenido un pequeño acercamiento.
Se puso una fina chaqueta deportiva color gris que había colgada junto a la puerta principal y salió con paso decidido y eficaz hacia la puerta de su vecina, que se encontraba justo enfrente de la suya, tan cerca que ni siquiera cerró su puerta.
Llamó un par de veces seguidas. Parecía que no estaba, o quizás tenía cosas más interesantes que hacer, "tendrá asuntos más importantes que ir a cenar a la casa en la que piensa que hay fantasmas y sólo pasan desgracias", pensó Susan, tras lo cual dio media vuelta y si dirigió de nuevo a su piso. "Me iré al restaurante de las esquina a cenar y luego daré un largo paseo."
Cuando cruzaba el arco de su puerta la vecina abrió la suya. Iba vestida con una blusa azul claro y unos vaqueros desteñidos, horteras y pasados de moda. Su oscuro y alborotado pelo era todavía más rizado de lo que Susan recordaba.
¿Querías algo, chica? ¿Como era tu nombre?
Susan... Susan. Y tú eras...
Mary. Me llamo Mary
Encantada de conocerte – dejó escapar una leve sonrisa y cruzó los brazos como notando frió, como abrazándose a si misma, con un gesto que la hizo parecer más débil y delicada de lo que siempre había indicado su fino pelo dorado como los maizales cercanos a su antigua casa.
¿Algún problema, Susan? Te veo mala cara. Preocupada. Creo que te advertí, y lo hice de buena fe, porque creo que eres una buena chica con algo de sensatez, de que en ese piso...
Sólo quería invitarte a cenar – la interrumpió bruscamente, dejando escapar las palabras con una velocidad que casi las hizo incomprensibles – Sólo quería invitarte a cenar. Nuestra primera conversación no fue muy agradable, al menos a mi parecer, a si que he pensado que podría preparar algo para las dos, relajarnos y conversar de nuestras vidas – añadió de forma más pausada.
¿Sabes qué? Me caes bien. Pero no tanto como para que yo entre en ese piso.
Vamos, ¿cuál es el problema? Esta todo en orden, no hay nada raro, nada sobrenatural – Susan dejo escapar de nuevo una pequeña sonrisa al tiempo que dejaba de abrazarse, una sonrisa que esta vez denotaba que estaba mintiendo, que sus palabras ni siquiera ella misma las creía.
No te preocupes, te invitare yo a cenar a mi piso. Así no habrá problemas y nos conoceremos igualmente, ¿no crees?
De acuerdo, como quieras.
Vamos, pasa – Mary la invitó a pasar al interior con un movimiento simultaneo de cabeza y mano.
Susan cerró la puerta del piso ínter dimensional de un portazo y siguió los pasos de Mary hacia el interior del de esta.
Me encanta ese cuadro – dijo Susan nada más entrar, con la puerta abierta tras de sí.
Lo compré en un rastrillo. Tirado de precio.
El piso de Mary parecía más grande que el de Susan. Nada más entrar había un gran salón, con tres enormes sofás color granate y las paredes color salmón, abarrotadas de cuadros, entre los cuales se encontraba el predilecto de Susan. Torcieron a mano derecha, donde se encontraba la cocina.
¿Que quieres que prepare para cenar?
Me da lo mismo, Mary. Podría comerme un ciervo entero – volvió a soltar aquella misteriosa sonrisita, la que hacia que ni ella misma creyese lo que decía, porque lo cierto era que tenía el estomago más cerrado que una caja fuerte alemana.
Yo había pensado prepararme unos espaguetis con tomate, ¿te gustan?
Si, me parece bien. Me gustan. Oye, ¿Dónde tienes el aseo? Necesito ir urgentemente.
Al fondo de salón, la puerta de la izquierda. La de la derecha es donde guardo los cadáveres – su voz sonó ronca y misteriosa, lo que hizo que Susan empezase a tornarse blanca tan rápido como un rayo cae del cielo y parte un árbol en dos mitades. No estaba para sustos – Vamos mujer, solo era una broma. Solo quería romper un poco el hielo. Te veo preocupada, y en esta casa no hay espacio para las preocupaciones. Mis cuadros se pondrían tristes – se dio media vuelta y sacó un enorme paquete de espaguetis de un pequeño cajón abarrotado de otros cuantos enormes paquetes de espaguetis. Parecía ser la comida favorita de la anfitriona.
Susan giró sobre sí misma sin decir nada, con el rostro aún un poco pálido, pero con gesto aliviado. No se explicaba como podía haber creído, aunque solo fuese por un pequeño espacio de tiempo, las palabras de Mary. "La de la derecha es donde guardo los cadáveres". "Es ridículo" pensó Susan. Y tras volver a leer en su mente las palabras, pensó que cierto halo de locura rodeaba a Mary, tras pensar también en aquello de "en este piso habitan fantasmas". Nada de eso, los fantasmas no existían, pero si era cierto que Mary estaba algo loca, quizás por la soledad o el aburrimiento. Susan estaba segura de ello.
A la vuelta del aseo los espaguetis estaban prácticamente preparados.
Vaya, ¿Dónde compras esa pasta? Apenas han pasado tres minutos y esto ya parece estar hecho, huele a deliciosa pasta italiana – Susan volvió a soltar una sonrisa, pero esta vez fue una sonrisa de conciliación, intentando olvidar el halo de locura para darle una nueva oportunidad a la anfitriona.
Pues en el supermercado de la calle Riverside. De hecho son los más baratos. Y de hecho han pasado veinte minutos. ¿Qué hacías tanto tiempo en el aseo? ¿No estarías robándome algo, verdad? Te advierto que no tengo nada de valor, absolutamente nada.
Susan se quedó pensativa, ¿era otra de sus bromas para romper el hielo? Fuese lo que fuera, aquello no le hizo gracia.
Yo pondré la mesa – dijo Susan de forma brusca.
Que menos, querida. ¡Que menos! – Mary soltó una pequeña carcajada.
La cena transcurrió de forma tranquila. Nada de bromas que hiciesen poner pálida a Susan o largas escapadas al aseo que mosqueasen a Mary.
Dime, ¿en que trabajas? – preguntó Mary tras haber devorado por completo el plato en menos de cinco minutos.
Soy escritora. Estoy escribiendo mi sexta novela. Trata sobre la vida solitaria de una mujer, que decide rehacer su vida tras largos años de aguantar palizas de su marido. También trabajo para un periódico, el Morning View. Llevaba 2 años como colaboradora y me han dado un puesto fijo hace tres semanas – fue la frase que Susan pronunció con más entusiasmo en todo el día.
Escritora, ya. Yo no trabajo. Tuve graves problemas de salud que me imposibilitaron ir a trabajar durante bastante tiempo, así que pedí la jubilación anticipada.
¿Jubilación? Pareces joven. ¿Y en que trabajabas?
Para la administración pública, ya sabes. Y no hace falta que intentes halagarme, al menos no por el lado de la edad. Se la edad que tengo, ¿sabes? Y el tiempo no pasa en balde para nadie. Así que simplemente dime que los espaguetis están deliciosos – Mary mostró una agradable sonrisa y se limpió con una servilleta de papel las grandes manchas de tomate de la comisura de sus labios.
Susan le devolvió la sonrisa, y por un momento parecieron estar unidas, como un par de amigas, fundidas en una sola persona. De hecho, cuando pasaron los minutos y la confianza, pequeña pero creciente, se iba afincando, Mary le preguntó a Susan cuantas veces hacia el amor a la semana y le dijo que su trabajo era una estupidez, una pérdida de tiempo. "Escritora, ¿A dónde quieres llegar con eso? Todos los escritores acaban por volverse locos''. Susan le siguió la corriente, pero aquello fue un golpe muy bajo para ella que deshizo en gran parte la unión.
Bueno, espero que esto haya servido para conocernos mejor. Me gustaría invitarte a un café o charlar un rato en el salón, pero es mi hora de las pastillas, y me dejan tan atontada que si no me acuesto en los próximos tres minutos me quedaré dormida de pie – Mary se levantó y cogió un bote de pastillas que había en un armario sobre el fregadero.
Susan volvió a notar ese halo de locura en las palabras de su vecina, sin saber exactamente porqué. Pero lo cierto era, que con pastillas o sin ellas, era hora de marcharse. Era suficiente por hoy.
Te comprendo. No te preocupes, yo también estoy algo cansada. Ha sido un placer poder conocerte un poco mejor. Hasta la próxima, Mary.
Susan se levantó y salió de la cocina, sin siquiera recoger su plato. No es que fuese una persona maleducada, todo lo contrario, pero andaba con la mente en otro lugar. A Mary tampoco pareció importarle mucho. Ella también parecía estar en otro lugar, ya que ni siquiera respondió al mensaje de despedida de Susan.
Abrió la puerta de su casa con cierta inseguridad. Por un momento, un breve momento, volvió a tener la necesidad de abrazarse a si misma. Tenía frió. Entró en el piso, cerró la puerta tras de sí y se dirigió al sofá. Todo parecía estar en orden. Se sentó con suavidad y echó una lánguida mirada por el precioso ventanal. La ciudad estaba iluminada al completo. Miró un pequeño reloj que había en la repisa de encima del televisor y vio que no era demasiado tarde, así que decidió salir a dar un paseo y contemplar aquellas luces nocturnas de forma más cercana, con la intención de fundirse con ellas y ser un artífice más de la noche.
Cuando se puso de pie, descubrió que la cinta aislante verde ya no estaba sobre la repisa. Otro motivo más para salir a dar un paseo, incluso más fuerte que el de fundirse con las luces nocturnas.
La ciudad era preciosa. Muchas de sus calles aún estaban echas de piedra. El asfalto no era bienvenido aquí, y Susan lo agradecía. Porque aquellas calles tenían el encanto de una vieja ciudad europea, donde se respira el pasado. Los edificios también conservaban ese toque clásico, ese matiz que los hace distintos, ese matiz que a pesar de la decadencia de algunos, los transformaba en bellos colosos que parecían cobrar vida por momentos. La zona de la ciudad de Susan era de las más antiguas. Los edificios estaban prácticamente vacíos, con las ventanas de madera polvorientas y los balcones repletos de plantas muertas después de varios años sin recibir una gota de agua salvo la que caía del cielo. Pero todo poseía aquel matiz. Y puede que los edificios estuviesen prácticamente vacíos, pero las calles estaban repletas de gente. Era ya de noche, si bien las calles estaban pobladas, como en una noche de verano en una playa de México. Susan se preguntaba de donde podía salir tanta gente. Aquello le gustaba, le encantaba. Le encantaba mirar a su alrededor y ver gente, puntos insignificantes en el universo, pero con enormes e interesantes historias a sus espaldas que contar.
Cuando llegó a la calle de Riverside, la del supermercado, la que daba a un enorme río, decidió que era hora de regresar a casa y descansar un poco. Había sido un día difícil, extraño como pocos en su vida, y eso lo notaba. Tenía uno de los mayores cansancios mentales de toda su existencia, más incluso que cuando anduvo inmersa en su segunda novela, aquella que por más que lo intentase, se resistía a ser conclusa de forma coherente y salvaguardando lo que había querido trasmitir desde el principio.
Abrió el portón metálico con energía y tomó el ascensor que había al final del largo pasillo. Era un ascensor muy antiguo, que incluso solía fallar. Pero la comunidad se negaba a poner uno de esos nuevos cacharros tecnológicos con hilo musical y botones retro iluminados. Antes morir dentro del ascensor tras precipitarse este violentamente hacia el primer piso que instalar una de esas blasfemias tecnológicas.
El hueco del ascensor estaba a unos cinco metros de las dos únicas puertas de la última planta. Susan salió de él buscando en su bolso una nota que había escrito hacía unos días mientras viajaba en el autobús, una clave para descifrar un gran conflicto de su nueva novela. Llegó hasta la puerta de su casa a pasos ciegos, con la vista fijada en el bolso, removiendo con la mano derecha una y otra vez todas las pertenencias que llevaba en él, de un lado para otro, como el que prepara con ahínco una sopa de pescado. No la encontraba, y eso la hizo ponerse de muy mal humor.
Mal humor que se apagó de repente, con un cubo de agua fría, casi congelada, cuando se percató de que en el suelo del pasillo había una gran mancha de sangre que comunicaba su puerta con la de la vecina. Susan se echó las manos a la cabeza y en su estomago volvió a tener lugar aquel grito sordo, más angustioso que nunca, acompañado de un mosquito más grande que nunca dejando un sabor más desagradable que nunca. Porque aquello ya no podía tratarse de sugestiones o creencias en fantasmas. Aquello era real, era sangre, como ella misma comprobó al agacharse, tocar el suelo con la palma de la mano y manchársela. Estuvo de pie, congelada, varios minutos. Cuando por fin reaccionó abrió la puerta casi a empujones, intentando alcanzar lo antes posible el teléfono para llamar a la policía. Pero cuando pensaba que ya nada podía ir peor aquel martes 13 de Noviembre volvió a llevarse una desagradable sorpresa.
Al abrir la puerta creyó morir durante unos segundos. Todo estaba tirado por el suelo. Sillas, mesas, el televisor, las cajas del estudio, las velas decorativas de la repisa del comedor, la cafetera, los cojines del sofá, todo. Los armarios de la cocina abiertos y la mesita de cristal rota en mil pedazos. Una estampida de rinocerontes parecía haber pasado por allí mientras ella disfrutaba de unos espaguetis con tomate y el aroma nocturno de la ciudad.
Pero lo peor no fue aquello. Aquello tenía arreglo. Lo que parecía no tener arreglo era la enorme mancha de sangre que conectaba la puerta de su vecina a sus espaldas con la puerta que había justo enfrente tras cruzar el comedor, la de su dormitorio. Fue siguiendo la mancha, a pasos cortos y lentos, débiles y tímidos, con la boca abierta y una mano en el pecho, por si su corazón decidía abrir un hueco entre las costillas y escapar corriendo. Cuando por fin llego a la puerta del dormitorio, la abrió apenas cinco centímetros, con sumo cuidado, como si esta fuera de papel y fuese a romperse. Intentó descubrir algo por aquellos escasos cinco centímetros, y logró ver su armario, abierto y sin ropa. Tras unos segundos de titubeos logró dar un empujón a la puerta. Retrocedió unos centímetros, en un acto reflejo de precaución, y cuando la puerta se hubo abierto por completo descubrió que las cosas siempre pueden ir peor.
Las sábanas de la cama estaban tiradas en el suelo, junto a toda la ropa que había en el armario. Y en la cama, en la fina funda verde pistacho que cubría el colchón, había una inmensa mancha de sangre. De hecho todo estaba manchado de sangre: la ropa del suelo, el propio suelo, las paredes, todo. Logró distinguir en la pared de enfrente, justo encima de la cama, unas manchas de lo que parecían ser unos dedos, unos dedos que se arrastraban desde mitad de pared hasta el colchón.
Susan sudaba más de lo que lo había hecho en toda su vida. Sentía como todos sus órganos se encogían hasta ser del tamaño de un garbanzo, un puñado de garbanzos atrapados en una olla a presión. Sentía cómo se quedaba sin corazón y sin pulmones, porque le era casi imposible respirar con todo aquello ante sus ojos. De repente, por un momento, le pareció que la idea de llamar a la policía no era tan buena.
Dio media vuelta y fue siguiendo el rastro de sangre hasta que llegó a la puerta de Mary. Pulsó una vez el timbre, un único y tímido toque de timbre.
Los segundos pasaban y la puerta no se abría. Susan se temía lo peor. Miró a sus pies y descubrió cómo la mancha de sangre se introducía de forma firme e ininterrumpida bajo la puerta de su vecina.
El silencio era sepulcral en todo el pasillo. Susan pensó en volver a pulsar el timbre, otro tímido toque con su dedo rezumante de sudor, y fue en este momento, justo antes de volver a pulsar por segunda vez, cuando la puerta se abrió y apareció Mary. Su blusa azul claro y sus vaqueros horteras estaban ahora empapados de sangre, su pelo estaba más revuelto que de costumbre y éste había adquirido cierto matiz grisáceo, como si una pequeña lluvia de cenizas hubiese caído sobre ella. Ante aquella imagen cualquiera hubiera jurado que Mary se había disfrazado para asistir a una fiesta de Halloween.
Mary...¿¡Que demonios ha pasado aquí!? – dijo Susan, en un tono furioso pero no demasiado elevado.
Mary se quedó unos instantes callada, haciendo honor al silencio sepulcral que inundaba toda la séptima planta. Su mirada era inquietante, clavada ésta en los ojos de Susan, sosteniendo ambas una tensión indescriptible. Si en ese momento alguien hubiera puesto un vaso del mejor vidrio entre la mirada de ambas, sin duda se hubiese roto en mil pedazos. Susan apartó la mirada, incapaz de soportar tal presión, y la desvió hacia el interior de la casa de Mary. Logró ver como el rastro de sangre cruzaba todo el salón y se introducía en la puerta del fondo, la de la derecha, la de "donde guardo los cadáveres", recordó Susan, y se puso mucho más pálida que cuando escuchó aquellas palabras, tanto que daba la impresión de no llegarle ni una gota de sangre a la cabeza.
Lo he matado – le respondió Mary por fin, al ver que Susan había dejado de mirarla y había descubierto lo que parecía ser un oscuro secreto.
A... ¿a quién has matado Mary? – su voz sonó tan débil que la frase casi se quiebra en mil trocitos antes de llegar a los oídos de Mary.
A él. Lo he matado a él.
¿¡Quién demonios es él!? – replicó Susan, con un chillido agudo.
Él. Él iba a matarte. así que te he salvado la vida. Hoy ha estado jugando contigo, pero iba a matarte antes de lo que suele hacerlo. Iba a hacerlo esta noche mientras dormías, estoy segura. Y todo porque no le caías bien. Aunque en el fondo el a ti tampoco te caía bien.
Susan no podía creer lo que estaba escuchando. Mary tenía la mirada totalmente perdida, tanto que daba la impresión de haberse quedado invidente de repente, como si sus ojos se hubieran desconectado de su cerebro.
Estás jodídamente loca – escupió Susan sin previo aviso, y su voz sonó más convincente y fuerte que en todo el día.
Así me lo agradeces. Bueno, no te culpo. Imagino que todo esto es un poco chocante para ti.
¿Un poco chocante? ¡No tienes idea de cuanto! – Susan se abalanzó furiosa sobre Mary, hasta estar a escasos diez centímetros de su nariz.
Límpialo todo y descansa. Ya me lo agradecerás mañana, o la semana que viene. Puedo esperar. Yo me encargo del pasillo. Pero no se te ocurra llamar a la policía. No cometas esa estupidez.
Mary cerró de un portazo y el silencio volvió a imperar. "Rematadamente loca" pensó Susan.
Si crees que no voy a llamar a la policía es que no me conoces bien. Hace falta algo más que unos espaguetis con tomate para que yo encubra un crimen – dijo Susan a la puerta de su vecina, en un tono suave, sin importarle realmente si Mary la escuchaba o no.
Entró en su piso y se dirigió hacia el teléfono, en una mesita pequeña de madera junto al sofá, dejando la puerta abierta tras de sí. Se sentó y contempló una vez más el rastro de sangre que pasaba a su izquierda. Recorría todo el salón, cruzando el pasillo, y continuaba bajo la puerta de Mary. Cogió el teléfono con firmeza y marcó el número de la policía.
Creo que mi vecina ha matado a alguien. Todo esta manchado de sangre.
Susan se quedo allí, impasible, con la mirada fija en el pasillo manchado de sangre y la puerta de Mary. Los minutos pasaban y su mente se congelaba más a cada instante, hasta llegar al punto de ser incapaz de hilvanar cualquier mínimo pensamiento. Ella solo quería un piso decente que estuviese a su alcance económicamente, con dos habitaciones, para transformar una de ellas en su rincón de escritura. No quería este tipo de cosas, no estaba preparada para ello.
De repente oyó como el ascensor paraba acompañado de su característico ruido metálico. Oyó pasos de varios pies, que se hacían cada vez más fuertes conforme se acercaban al reguero de sangre. A los pocos segundos aparecieron ante su puerta dos hombres, uno alto con pantalones negros y chaqueta marrón oscuro, y otro algo más bajo, con la piel morena, vestido de uniforme. Susan se quedó observándolos sin levantarse del sofá.
Señorita... dijo el más alto de los dos sin acabar la frase.
Susan. Susan Koeman – respondió Susan al tiempo que se levantaba del sofá, apoyando las manos en este para ayudarse, como si su cuerpo fuese cuatro veces más pesado de lo habitual.
Inspector Frederick. Y aquí el oficial González. ¿Qué es lo que ha pasado exactamente?
Susan comenzó a caminar a través del salón, mirando al suelo, bordeando con habilidad la mancha de sangre para no pisarla, hasta que llegó a la puerta.
Hace cosa de una hora y media salir a dar un paseo. Cuando me fui todo estaba en orden. Y al volver, tras media hora o cuarenta minutos, me encontré con esto – Susan hizo una pausa para tragar saliva, pero sobre todo para tranquilizarse, ya que sus palabras comenzaban a sonar temblorosas – Todo estaba patas arriba, como podéis comprobar. Al ver que la mancha de sangre conectaba también con la puerta de la vecina la llamé asustada. Tardó unos minutos en abrirme, y cuando lo hizo y le pregunté que es lo que había pasado, me respondió que lo había matado. Que lo había matado. A él – logró continuar Susan, con más eficacia.
¿A quién había matado? – pregunto González.
No tengo ni idea – sus palabras volvieron a sonar temblorosas, tanto que estallaron en un sollozo.
Tranquilícese señorita, nosotros estamos aquí para resolverlo todo. Tranquilícese, necesitaré que me responda a unas preguntas – dijo Frederick en tono protector, al tiempo que apretaba una y otra vez el timbre de Mary ¡Policía! ¡Abra la puerta señora, o la tiraremos abajo! – gritó al ver que no obtenía respuesta desde el otro lado de la puerta.
¿Sabes si ha salido? – preguntó González a Susan.
No, no ha salido. Estoy segura. He estado todo el tiempo con mi puerta abierta, sentada en el sofá, con la mirada fijada en la suya – respondió Susan haciendo indicaciones con el dedo pulgar.
González, ayúdeme – replicó Frederick en tono agrio y severo.
González se puso frente a la puerta de Mary, retrocedió un metro, tomó impulso y asestó una tremenda patada a la puerta que no solo la abrió de golpe, si no que casi la parte en dos pedazos.
¡Policía! ¡Salga de donde este! – volvió a gritar Frederick mientras cruzaba el umbral de la puerta y se introducía en el interior del piso, con González tras sus pasos.
Susan se acercó un poco, echó un rápido vistazo y vio como la mancha de sangre seguía en su lugar, impoluta, cruzando todo el salón y llegando a la puerta de la derecha, que seguía cerrada.
Frederick y González recorrieron todo el piso, pero no había rastro de Mary. Susan pudo ver como González habría la puerta a la que llevaba la mancha de sangre. Era una habitación pequeña, y vacía. Estaba completamente vacía. Ni un mueble, ni un cuadro, nada. Sólo una gran mancha de sangre en el centro y, apoyada en una esquina oculta en la oscuridad, una fregona. Volvió la mirada hacia otro lado, y, extrañada, vio cómo Frederick abría todos los cajones y puertas de armario que veía a su alrededor. También descubrió unas pequeñas gotas de sangre que parecían salir del aseo y llegaban hasta la habitación vacía. González también parecía haberse percatado de aquello, ya que se dirigía hacia el aseo, mirando al suelo.
Aquí no hay nadie. Ni nada. Solo he encontrado esto – González se paró junto a la puerta del aseo y señaló al suelo. Junto al inodoro había una botella vacía de un fuerte desinfectante.
¿Esta usted segura de que su vecina no ha salido después de hablar con usted? Es imposible que haya escapado por la ventana, no hay repisas ni cañerías – observó Frederick al tiempo que se dirigía hacia la puerta de entrada, hacia Susan.
Totalmente segura. No he dejado de mirar esta puerta ni un segundo, y estoy totalmente segura de que no se ha abierto – Susan se mordió levemente el labio inferior y se llevó una mano a la cara, nerviosa.
¿Cómo se explica que no haya ninguna pertenencia en todo el piso? – preguntó González enarcando las cejas y poniendo especial énfasis en la palabra todo.
No lo sé. Quizás solo estuviese de paso, pero es muy extraño – contestó mientras continuaba andando.
Frederick llegó a donde se encontraba Susan. En su cara se dibujaba un gesto de preocupación, de incertidumbre. Mientras, sus ojos no dejaban de moverse, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, intentando descubrir que es lo que se le estaba escapando. De repente, se quedó con la mirada fija en la puerta, en la placa metálica que había bajo el ojo de buey, esa típica placa con el nombre del propietario del inmueble.
Mary Campbell – dijo Frederick, con la mirada aún clavada en la placa – No es posible – desvió la mirada de la placa y se quedó unos instantes mirando al suelo, pensativo.
¿Qué ocurre, inspector? – pregunto Susan, nerviosa.
He de hacer una llamada – respondió Frederick en tono serio pero suave.
Susan vio como Frederick salía del piso, pasaba delante de ella y se dirigía hacia el final del pasillo, en dirección al hueco del ascensor, con el teléfono móvil en la mano. Cuando llegó al final del pasillo, donde la luz de las lámparas del techo apenas alcanzaba y se dibujaban sombras en los rincones, se colocó el móvil en la oreja y comenzó a hablar, en un tono tan bajo que a Susan le era imposible distinguir una palabra.
González dejó de abrir cajones al ver que su compañero ya no estaba con él y caminó hacia Susan.
¿Qué ocurre señorita? – preguntó González.
Está llamando – respondió Susan, señalando con el dedo a Frederick, y fue en este instante cuando éste se llevó el teléfono de la oreja al bolsillo de su chaqueta marrón y deshizo sus pasos hacia el piso de Mary, hasta llegar junto a Susan y González.
¿Algún problema Fred? ¿Llamabas a comisaría? – preguntó su compañero.
No, todavía no. Llamaba a mi madre. ¿Recuerdas que mientras subíamos por el ascensor te he dicho que este edificio me era muy familiar? Pues bien, ya se porqué – torno su mirada hacia Susan, y la expresión de su cara se volvió seria y amarga – Mary Campbell, una gran amiga de mi madre. Amigas del alma. Recuerdo haber cenado aquí una vez, hace unos quince años, con mi madre y con Mary. Como olvidarme de ella. Mi madre estuvo sumida en una tremenda depresión, cuando Mary tuvo aquel accidente de coche y murió.
¿¡Cómo!? – Susan volvió a estallar en sollozos ¡No es posible! ¡He cenado con ella esta noche! ¿¡Me oye!? ¡He cenado con ella esta noche! – gritó mientras agitaba los brazos en el aire, como intentando ahuyentar a una jauría de avispas africanas.
González la sujetó del brazo, evitando que cayese en redondo al suelo. Toda su fuerza se estaba escapando por la boca y los ojos. Esos ojos verdes que por un momento parecían tornarse grises.
Mary Campbell murió en un accidente de coche. Hace diez años. Yo mismo estuve en su entierro – sentenció Frederick levantando la voz, intentando sonar por encima de los sollozos de Susan.
Susan intentó soltarse de González, el cual la tenía sujeta con fuerza. Los sollozos de repente se congelaron, sus lágrimas se congelaron, sus ojos se cerraron lentamente y su boca se abrió más de lo que ya estaba mientras todo su cuerpo quedaba atrapado en el tiempo durante un instante, como la melodía melancólica del mar, que se diluye y muere después de juguetear con nuestro oído, pero parece querer quedarse para toda la eternidad. Cayó de rodillas al suelo, a pesar de que González la sujetaba con fuerza. Abrió de nuevo los ojos, cubiertos estos por un telo de densas lágrimas, y clavó su mirada en los oscuros y grandes ojos de Frederick, al tiempo que intentaba digerir tal cuantía de sombrías palabras.
Me temo que va ha tener que explicarnos muchas cosas, señorita Susan.

QUE MALA ES LA ENVIDIA


QUE MALA ES LA ENVIDIA

Escrito por franckie


Rebecca era una joven guapísima, sus ojos eran azules y su pelo tan rubio que parecía de oro y su cuerpo era perfecto. Rebecca se llevaba a todos los chicos de calle, era muy respetada y sus amigas la querían mucho. Hasta que un dia, la envidia empezó a aflorar entre sus amigas, hasta que la envidia las volvió locas y trazaron un plan para destruirla.
La engañaron mandándole una carta del chico que le gustaba. citándola en un bosque a las afueras del pueblo. Lo siguiente que pasó fue una atrocidad, sus amigas la acorralaron y le arrancaron sus bonitos ojos, la dejaron calva y quemaron sus cabellos y por último la atravesaron con un machete, la descuartizaron y dieron sus restos a los lobos...
Pasaron los años y las asesinas de Rebecca ya eran adultas y tenían hijos. 
La noche del 30 aniversario de la muerte de Rebecca, la sangre corrió en las camas de los hijos de todas sus asesinas y es que Rebecca se vengó de sus amigas matando a sus hijos sin piedad alguna. Sus madres, horrorizadas, se encontraron con el cuerpo de sus bastagos y una inscripción escrita con sangre que decía:

¿Qué mala es la envidia, no?

Rebecca ya podía descansar en paz, había cumplido su venganza......

MUERTE VAGABUNDA


MUERTE VAGABUNDA


Escrito por karla


Eran cerca de las doce de la noche, mis amigas y yo estábamos aburriéndonos después de una sesión de espiritismo y decidimos ir a dar un paseo con nuestras linternas en mitad de la noche, queríamos ser testigos en directo del paso de la santa compaña.

Fuimos una a una pasando por el cruce de cuatro caminos que está junto a nuestras casas. Yo ya estaba a salvo, cuando vi una luz a la vez que pasaba la última de mis amigas, le dije que se escondiera pero ella creyó que era una simple broma.
De pronto aparecieron doce figuras de mujeres cubiertas con una tela blanca y cada una llevaba una larga vela, la primera de ellas para en frente de mi amiga, le habló de algo, le hizo entrega de su vela y se desvaneció.
Las once restantes pasaron de largo por mi lado, sin hacerme ni el más mínimo caso. Ese día no lo olvidaré era un 26 de agosto.
A partir de éste día mi amiga guardó la vela con sumo cuidado durante un mes entero, el 26 de septiembre vio que la caja donde tenía guardada la vela empezó a brillar. Eran las once y media, ella también vivía en un cruce de caminos y decidió bajar a la calle poco antes de las 12. Estaba preparada. Pronto se encontraron las once ánimas en pena de la santa compaña, le ofrecieron una tela blanca, se la puso por encima, encendió la vela y acto seguido pasó a formar parte de la santa compaña.
Antes de que todo esto pasara me envió un mensaje al móvil: 'Debí hacerte caso te acabarás uniendo'. Tuvo razón hoy voy a unirme. Otra más ha caído, tengo su vela...

LA CASA DE LO PROFUNDO DEL BOSQUE


LA CASA DE LO PROFUNDO DEL BOSQUE

Escrito por Román H.G.


¡Mamá, mamá responde gritaba desesperado el pequeño Ismael, quien junto con su padre trataban de reanimar a Maritza su progenitora, quien yacía desmayada sobre el suelo.

La mujer comenzó a convulsionarse de una forma grotesca, al momento de que un fétido olor invadió la sala de estar. La temperatura comenzó a descender. La angustia de su esposo Arturo y de su hijo aumentó al oír una ronca voz femenina que surgía de ella, una voz que no le pertenecía. Hacía sonidos guturales y decía palabras ininteligibles. El padre y su hijo se levantaron del suelo para observar con horror aquella escena. Los ojos de ella se tornaron blancos, sus dientes se transformaron en afilados colmillos y formaba una siniestra sonrisa. Producía sonoras carcajadas similares a las de una bruja.
¡ELLOS REGRESARÁN PARA VENGARNOS! ¡JA, ,JA, JA! exclamó poseída por un espíritu.
Maritza se incorporó y caminó amenazante hacia ellos.
El marido se acordó del crucifijo que colgaba a la entrada de la casa. Corrió hacia él y lo cogió, se dirigió rápidamente hacia ella apuntando a su cara.
¡En nombre de nuestro señor Jesucristo, te ordenó que salgas de su cuerpo! ordenó Arturo aquel ente infernal que respondió con carcajadas.
Gélido sudor recorrió su frente, aun así no dejaba de sostener con fe y miedo el crucifijo. Finalmente su esposa volvió a caerse y lanzó un quejido como de bestia herida. Tardó sólo un par de minutos cuando ella recuperó la razón. Se sentía extraña.
¿Qué pasó? preguntó tocando su frente Me duele la cabeza.
¿De verdad no te acuerdas? le preguntó su cónyuge.
No. respondió mientras se sentaba sobre el sofá y trataba de hacer memoria Sólo me acuerdo que estaba barriendo, de repente escuché que alguien me llamaba desde afuera; observé por la ventana a una mujer alta y delgada, no hacía más que estar ahí parada entre la niebla y mirándome fijamente. Después desperté aquí en el suelo.
Arturo le explicó lo acontecido, ella no podía creerlo, sólo formó una pregunta: ¿Quién era esa mujer?
Hace meses, la familia había comprado aquel caserón del siglo XIX que se hallaba en las profundidades del bosque, rodeado de árboles sin hojas y niebla espesa . Trataban de parar las vacaciones de verano, sin percatarse que serían víctimas de fenómenos sobrenaturales...
La noche llegó a ese sitio, la familia Lara entró a sus respectivas habitaciones para dormir, sin poder erradicar el temor que les produjo esa tarde.
Mamá, tengo miedo exclamó el menor antes de ir a descansar.
No va a pasar nada, tranquilizó a su hijo todo estará bien ¿de acuerdo?
Ismael caminó con pasos lentos y con inseguridad sobre el estrecho pasillo que conduce a su cuarto. Sin quitar la vista de enfrente, como si tuviese a un enemigo gigante. Al entrar encendió la luz, cerró la puerta y saltó hacia la cama. El foco se apagó intempestivamente, las penumbras invadieron la pequeña habitación. El niño no tuvo remedio que cubrirse la cara con el edredón; de repente se escuchó que alguien caminaba alrededor de su cama.
VOLVEREMOS PARA VENGARNOS DE USTEDES, MALDITOS MORTALES exclamó con furia una lúgubre voz.
El niño se destapó poco a poco la cara para descubrir al emisor. Su sorpresa fue mayúscula al no ver a nadie. Sin embargo, levantó la vista hacia el techo y vio a dos siluetas flotar sobre él. Ismael profirió un grito.
ambos padres escucharon el llamado. Arturo se levantó de la cama y dispuesto a salir, cuando escuchó a sus espaldas aquella voz madita que se había posesionado de su esposa. Al verla transformada de nuevo se estremeció.
NO SALDRÁN DE AQUÍ CON VIDA EL BASTARDO Y LA PERRA DE TU MUJER, PERO SOBRE TODO TÚ amenazó la entidad femenina.
El vio la cruz colgada sobre la cabecera de la cama, estaba dispuesto a tomarlo, pero el objeto religioso salió disparado de la pared. Los cosas del dormitorio se movían como si hubiese un temblor. El escapó y corrió hacia donde estaba su hijo.
Las siluetas habían desaparecido, el pequeño de nueve años coriró a brazos de su padre.
Tenemos que salir de aquí dijo el progenitor.
Tomó su mano y juntos regresaron al pasillo. Ahí los esperaba Maritza con una mueca diabólica.
¿DÓNDE ESTÁ EL LIBRO? preguntó llena de rabia.
No sabemos de qué nos hablas respondió Arturo temblando al tenerla de frente.
La poseída comenzó a aullar y a convulsionarse sobre la duela. Aprovechando el descuido, ambos corrieron hacia la escalera bajando lo más rápido posible. El padre tomó las llaves del auto y abrió la puerta principal. Esta se cerró de golpe; incrédulo se dio cuenta que las ventanas también se cerraron.
LES PREGUNTÉ QUE DÓNDE ESTÁ EL LIBRO gritó Maritza quien estaba al pie de la escalera y descendió sin tocar el piso.
No sabemos, además no sé de que me hablas dijo Arturo.
EL LIBRO QUE USTEDES NOS ARREBATARON ANTES DE MATARNOS. dijo la poseída LO QUIERO PARA REGRESAR A LA VIDA A MIS HERMANOS QUE MURIERON CONMIGO, CUANDO NOS DESCUBRIERON QUE NOSOTROS PRACTICÁBAMOS MAGIA NEGRA. JURÉ REGRESAR DE L INFIERNO PARA RESUCITARLOS Y ASÍ VENGARNOS DE ESTE MALDITO PUEBLUCHO.
SÍ se escuchó dos voces más. Las mismas siluetas que vio Ismael surgieron de la oscuridad y se colocaron a un lado de la posesa SUS CUERPOS SERVIRÁN PARA REGRESAR A LA CARNE...USTEDES SERÁN QUIENES ARDAN EN LAS LLAMAS.
¡Déjenos salir de aquí! imploró Arturo.
HERMANA, VE POR ELLOS Ordenó una de las siluetas.
Ella se dirigió hacia el padre y su hijo.
¡Corre! dijo Arturo a Ismael.
Huyeron hacia el sótano para refugiarse. La puerta con seguro no impidió el acceso de la bruja quien la desbloqueó fácilmente. Les dirigió una sonrisa satisfactoria mientras avanzaba hacia ellos.
¡Aléjate de nosotros! imploró el esposo tomando una barreta que estaba sobre una desvencijada mesa.
¿VAS A GOLPEARME DESPUÉS DE TODO LO QUE HE HECHO POR USTEDES? Preguntó sarcástica.
Tú...tú... no eres Maritza exclamó Arturo con voz entrecortada por el terror.
¡Ayúdame Arturo, ayúdame por favor! sollozó con la voz de Maritza, después regresó la voz de la bruja, para burlarse del hombre.
¡Cállate maldita! él alzó la barreta, listo para atacarla.
Ella no se inmutó, aprisionó el cuelo de su esposo y lo levantó con facilidad. Sus pies descalzos pataleaban el aire.
¡Deja a mi papá! suplicó el niño comenzando a llorar.
La poseída hizo caso omiso y lanzó bruscamente a Arturo hacia la pared. Sangrando por una herida en la cabeza vio que Maritza se acercaba con pasos vacilantes, después se arrastró como una serpiente. El cogió de nuevo la barreta, la iba a golpear cuando ella se lo arrebató con velocidad y le desgarró el cuello con el mismo objeto. El se tocaba la herida mortal que no paraba de fluir sangre hasta morir.
¡No papá, papá! lloraba inconsolable Ismael moviendo el cuerpo de su progenitor.
El niño volteó a ver a la asesina; sin piedad la mujer tomó por el cabello al niño y lo levantó.
¿DÓNDE ESTÁ EL LIBRO? volvió a preguntar la bruja.
La posesa miró por todos lados, tratando de encontrarlo. Detuvo la mirada en una grieta pequeña formada en una esquina del sótano. Soltó al niño.
TOMA LA BARRETA Y GOLPEA ESA ESQUINA DONDE ESTÁ EL AGUJERO ordenó al infante.
Ismael tomó el arma homicida, sin dejar de ver el cuerpo de su padre cubierto totalmente de sangre. El golpeó esa grieta hasta hacerla de su tamaño.
ENTRA Y SACA LO QUE HAY DENTRO
Sacó un objeto envuelto en una tela oscura y carcomida. Ismael retiró la tela descubriendo un libro grande de color negro, con páginas amarillentas por el paso del tiempo.
TRÁEME ESE LIBRO formó una sonrisa de victoria.
el estrujó el libro en su pecho.
No, tú mataste a mi papá acusó mirándola con reproche.
QUE ME TRAIGAS ESE LIBRO, MALDITO NIÑO
Se lo arrebató y con una bofetada aventó al menor a una esquina. Ella se paró a un lado del cadáver de Arturo, abrió una de las páginas del libro y recitó una de las lecturas escritas en arameo y latín. El cuerpo se convulsionó y arrojaba espuma por la boca. Sus ojos se tornaron rojos. El muero se levantó del suelo.
GRACIAS HERMAN agradeció la entidad que se posesionó del esposo TÚ ERES EL QUE SIGUE señaló al niño.
Mamí, no dejes que me lastimen, ¡yo te amo!, ¡regresa por favor! suplicó Ismael.
La bruja lanzó un quejido, Maritza había regresado a su cuerpo. Dejó caer el libro y corrió a los brazos de su hijo para abrazarlo.
¿Qué sucede? preguntó a su hijo.
El señaló a su padre.
NO ESCAPARAN CON VIDA amenazó el poseído.
La madre gritó al ver a su esposo en ese estado. Levantó al niño y esquivaron al muerto viviente, pero el se volteó y se abalanzó sobre Maritza. Ella gritaba mientras Arturo se reía y la estrangulaba; sin pensarlo dos veces, la madre tomó la barreta y se la enterró en el ojo derecho de su marido.
NUNCA CREÍ QUE ME HICIERAS ESTO dijo con la voz de Arturo.
Ella se retiró de él, y no podía creerlo al ver que el cadáver se retiraba la barreta sin exclamar dolor.
¿Qué te sucede Arturo? preguntó horrorizada.
¡Mamá, vámonos de aquí! dijo Ismael tomando el libro de hechizos.
La madre logró reaccionar y junto con su hijo salieron del sótano. Intentaron abrir la puerta principal, era imposible, parecía que todo estaba premeditado. Ambos se abrazaron al ver una silueta oscura avanzar hacia ellos, acompañado de una mujer alta,delgada y vestida de negro, era la bruja que se había posesionado de Maritza.
¡Tú! señaló la madre al recordar quien era esa mujer.
El ser fantasmal los miraba con un profundo odio.
¡Tenemos que destruir el libro! dijo el niño.
La progenitora miró los escritos y desvió la mirada hacia la chimenea de la sala de estar.
¡A la chimenea, rápido! ordenó ella.
Del sótano surgió Arturo poseído por el mal.
NO PERMITAS QUE DESTRUYA EL LIBRO dijo la bruja a el cadáver.
El persiguió a los dos, mientras que madre e hijo corrieron a la chimenea. Ismael lanzó el libro al interior de este y abrió el gas; Maritza tomó los fósforos que estaban sobre la chimenea y amenazó con encender los escritos.
QUERIDA, SOY YO, DEJA ESO Y LARGUÉMONOS DE AQUÍ dijo el muerto cambiando a la apariencia de Arturo.
Ella comenzó a llorar, no sabía que hacer.
¡Mamá, él no es papá! dijo el niño haciéndole ver la realidad.
El poseído volvió a su aspecto.
¡DEJA ESE LIBRO!, gruñó el ser ¡TU MARIDO ESTÁ EN EL INFIERNO DONDE TÚ TAMBIÉN ESTARÁS!
Maritza encendió el fósforo y lo dejó caer sobre el libro, comenzando a arder. El poseído lanzó un aullido y cayó al suelo sin vida. Las figuras del más allá desaparecieron. La madre apartó al menor de las llamas, las cuales sin explicación invadieron la sala de estar. La puerta se abrió sola, aprovechando su oportunidad de huir hacia el auto.
Al intentar abrirlo la alarma de seguridad se activó impidiendo la entrada.
¡Las llaves! exclamó ella
Las tiene mi papá respondió el menor.
Maritza le pidió a su hijo permanecer afuera, se decidió regresar para encontrar las llaves. Se tapó la nariz para no respirar los humos que despedían las flamas, sacó las llaves del bolsillo de Arturo. Ismael regresó con su madre.
¡Mamá apresúrate! apuró él.
Al acercarse a la puerta una viga cayó del techo, bloqueando la única salida. El incendio había invadido por completo la casa. Ellos sólo se abrazaron mientras las llamas se acercaban levemente...
El amanecer llegó. El humo salía de los restos carbonizados de la casa. El silencio de ese bosque fue interrumpido por el ruido de las sirenas de las ambulancias. Los paramédicos sacaron con la bolsa de cadáveres dos cuerpos.
Esto es un desastre, ¿cómo fue que ocurrió todo esto? preguntó el agente federal a su colega, caminando alrededor de los restos tratando de encontrar una pista que explique el accidente.
Durante la madrugada hicieron el llamado, además los vecinos avisaron haber visto el incendio a lo lejos respondió el colega.
¿Hubo sobrevivientes?
Sólo uno, es un menor de edad, fue quien llamó la ambulancia. Está en estado de shock
Los agentes se acercaron al niño que estaba en una ambulancia, examinado por los paramédicos mientras se cubría su cuerpo con una manta.
Por Dios, lo que nos contó el niño fue verdaderamente aterrador. dijo el colega Al parecer su madre era muy celosa, dijo que ella descubrió a su padre engañándola con otra. Mató a su cónyuge y provocó el incendio. El chico fue muy afortunado en sobrevivir.
Los agentes se retiraron. Sin que nadie lo observara, Ismael se quitó la manta, tenía entre sus manos un libro negro con señas de haber sido quemado, no obstante aún se lograba a preciar los escritos. Los ojos del niño se iluminaron de un rojo intenso y formó una malévola sonrisa...

BOLA DE LUZ


BOLA DE LUZ



Escrito por José Antonio Criado Cazorla


Todo comenzó cuando era joven, iba con mis amigos de fiesta, habíamos bebido y teníamos que coger el coche, yo le dije a unos de mis amigos, al que conducía, que fuese más despacio, pero no me hacía caso.
Ocurrío lo que me temía, tuvimos un accidente en el que mi amigo -el que conducía- murió y el copiloto se lo tuvieron que llevar en una ambulancia muy grave, mientras que nosotros, los que estábamos atrás, sólo salimos con alguna herida sin importancia.
Fuimos al entierro de mi difunto amigo y me invadía una sensación de culpabilidad por no haber cogido yo el coche.
Nos ibamos recuperando de este trago levemente incluido el copiloto.
Después de unos años mis amigos se fueron a estudiar, pero yo quería ser militar y obviamente me fui a hacer el servicio militar.
Un día me quedé solo en el dormitorio, estaba oscureciendo y decidí dar un paseo cuando al salir por la puerta vi una extrañísima bola de luz, salí corriendo a la habitación, me invadía un miedo desolador y me metí debajo de una liter, esa bola se acercó a mí y me habló:
No te preocupes, no te sientas culpable.
Y me quitó esa sensación, aunque todavía lo sigo recordando y rezo por mi amigo.

REQUIEM POR MI ALMA


REQUIEM POR MI ALMA


Escrito por Luis Bermer


Me costó llegar hasta la cima de la colina a las afueras del pueblo, cargado con el saco y la pala. Dejé el saco junto al árbol que haría de cruz. Y me puse a cavar mi tumba.
Tiempo después, la tierra estaba abierta. Su fresca fragancia natural me recordó, por contraste, la corrupción de todo lo que lentamente se pudre fuera, sobre su superficie.
Abrí el saco repleto y, una por una, fui sacando mis motivaciones.
Todas tan rancias, absurdas...
Casi intangibles por su esencia irreal.
Fueron cayendo. Las escuchaba chocar contra el fondo.
Después seguí sacando y arrojando todos mis recuerdos, que por miles se apretujaban dentro del saco. De todas las formas, tamaños, edades y colores; casi al completo cubiertos de enquistados sentimientos, como parásitos imposibles de arrancar.
Todas las personas que alguna vez había conocido estaban allí, evocadas de nuevo en cuanto tocaba el recuerdo; retornaban por un instante de los abismos del tiempo para volver al seno de la tierra. Tantos, tantos recuerdos... que parecían infinitos. Al final, el último de ellos cayó también en la tumba. En un lugar mejor, allí quedarían todos.
Sin excepción.
Mientras iba vaciando el saco, un malestar creciente, indeterminado, iba apoderándose de mi cuerpo. Sentía golpes, arañazos internos. Cada vez más fuertes, y desesperados.
Sabía lo que eran.
Lo que deseaban.
Pero hasta ese momento me había resistido a tomar la inevitable decisión. Era un acto que sólo yo podía ejecutar del modo adecuado. Así que me quité la camisa, tomé una pequeña rama y me la puse entre los dientes. Clavé las rodillas junto a mi tumba y respiré hondo. Los golpes por dentro eran frenéticos. También sabían lo que iba a ocurrir.
Palpé con ambas manos mis costillas flotantes, para localizarlas con precisión. Debía ser tan rápido como pudiese. Así que hundí con fuerza los dedos bajo ellas, intentando asirlas antes de que fuera inasumible.
El dolor me electrocutó.
Noté el calor líquido de la sangre. La rama quebrándose entre mis dientes.
Tiré hacia ambos lados. La carne se abría. Los golpes acompañaban la canción del dolor indescriptible. Grité de forma que sentí la garganta romperse, sin soltar la tenaza de los dientes. Mi mente voló como un cuervo enloquecido, pero antes de desaparecer me iluminó con un destello que reflejaba que, si no continuaba, si me rendía ahora... todo habría sido en vano.
Volqué los restos de fuerza en mis brazos. Y tiré todavía más.
Las costillas crujieron. El pecho no se abrió del todo, pero casi.
Y una corriente salvaje de emociones saltó al exterior, precipitándose en ansioso frenesí hacia el interior de la tumba.
No podían aguantar el estar lejos de cuanto allí descansaba ahora.
Mientras me desmayaba, mi último pensamiento fue más una expresión horrorizada y sorprendida ante lo que acababa de ver:
Jamás imaginé que fueran a ser unas cosas así.
Me despertó la fría luz del alba. No sentía nada. Me palpé el pecho con urgencia.
Se había cerrado como dos manos que entrecruzan sus dedos.
Algo llamó la atención a mi lado y giré la cabeza para verlo. Era un pequeño animal palpitante. O eso me pareció, hasta que me fijé mejor: era un órgano.
Era mi corazón.
Se había quedado a pocos centímetros del borde de la tumba, su destino. Parecía una vieja fruta marchita... arrugada. Lo tomé con cuidado entre mis manos; notando de inmediato la calidez de su débil palpitación, como un eco moribundo de épocas extintas largo tiempo atrás.
Lo dejé caer en la oscuridad. No volvería a verlo jamás.
Me puse la camisa y me acerqué a coger el saco. Aún quedaban en su interior algunos pensamientos inútiles, también un puñado de ilusiones que, bajo la luz de este amanecer, se me antojaron ridículas, patéticas...
Acabé de vaciar el saco en el interior de mi tumba, y lo arrojé a un lado. Cogí de nuevo la pala y me dispuse a devolver la tierra a la tierra. Desde el interior del agujero subía un murmullo, un bullir de sonidos extrañísimos que deseaban ser observados.
Pero me resistí, y ni una de mis miradas cayó sobre lo que allí ocurría.
No tenía derecho a mirar, porque nada de aquello me pertenecía. Era algo íntimo de otra persona; alguien que ya no existía.
Así que comencé a echar tierra, intentando mantenerme lejos de todo lo que estaba escuchando.
Sé que no tardó poco en llegar el momento de dar la última palada sobre el firme de tierra, pero lo conseguí. Nadie podría descubrir a simple vista que allí, junto al árbol, había una tumba. Tiré la pala tan lejos como pude en un despeñadero cercano y recompuse un poco mi aspecto, mis ropas. Después, inicié el descenso de la colina.
Sin mirar atrás.
Mi paso era firme. Mi mente un arroyo que bajaba entre las rocas. El pueblo despertaba a lo lejos, con la noche aún detrás suya. Por el sendero ascendía una persona apoyándose en un bastón. Una persona con la que coincidí en el pasado que, al verme, sonrió. Cuando estuvimos cerca me dijo:
–¡Hombre, Luis! Tú también has madrugado ¿eh?
–No conozco a ningún Luis –le respondí. ¿Y tú? ¿Conoces realmente a algún Luis?
El hombre se quedó con la boca abierta, y retrocedió un paso ante el puñetazo de la sorpresa.
–¿Cómo... has... –comenzó. Pero yo le corté, acercándome a su oído, ignorando su sobresalto, para susurrarle:
–Nunca hables con desconocidos, porque nunca sabrás hasta qué punto pueden ser...
No humanos.
Y continué mi descenso, sintiendo cómo en su cabeza ese conocido que nunca lo fue pensaba que me había vuelto loco, que algo grave me había ocurrido. Pobre ignorante de tantas cosas. Ignorante de que la locura es un privilegio de los vivos.
Nunca de los muertos.
Seguí caminando por estos parajes tan familiares como extraños. La brisa me acariciaba las mejillas con su frescura. Tierna, dulcemente. En un momento, mi visión se empañó con un velo inesperado.
Había lágrimas recorriendo mi cara.
Lágrimas puras, cristalinas.
Como las de un recién nacido que acaba de llegar al mundo.

¿SIGUE JUGANDO?


¿SIGUE JUGANDO?



Escrito por sergi


¿Sigue jugando? Tenia frío, los pies no le respondían, las manos las movía con mucha dificultad intentando abrir la puerta. Las sombras se acercaban y con ellas la temperatura bajaba. Ingrid forzó la puerta hasta que después de unos segundos esta se abrió. Al intentar dar un paso, Ingrid se dio cuenta que estaba paralizada, no se podía mover. Delante de ella había un camino que llevaba a su salvación pero ya era demasiado tarde.

Las sombras la rodearon, arañaban su piel con unas garras invisibles y afiladas. Fuertes zumbidos se convertían en una palabra al llegar a oídos de Ingrid.
No caminaba pero se movía, la puerta se alejaba, intentaba retroceder, pero solo consiguió caer al suelo.
Las sombras la estaban engullendo.
Ya no tenía fuerza. Solo podía chillar aún sabiendo que nadie la oía y de que con su miedo alimentaba aquellos seres inmundos.
Cerró los ojos, deseó con fuerza no estar allí, deseó no haber jugado con lo que no conocía, deseó que todos y cada uno de aquellos seres desaparecieran y por último deseó que todos sus amigos volvieran a vivir y así poder verlos aunque fuese solo una vez mas.
Los zumbidos cesaron, ya no tenia frío y al abrir los ojos vio a sus amigos, sus deseos se habían cumplido.
Todos estaban preocupados, tenían el rostro desencajado y la mayoría de ellos la intentaban levantar del suelo.
Aún era de día, las cortinas que antes no dejaban pasar la luz estaban recogidas, el tablero de ouija estaba sobre la mesa con un vaso en el centro.
Ingrid aún no comprendía que había sucedido, según sus amigos, se había desmayado al tocar el vaso, pero ella solo recordaba haber llegado a la cabaña para pasar el fin de semana y después haber jugado a un juego que había causado la muerte de sus amigos y casi la suya.
Al caer la noche todos se fueron a dormir. Ingrid la última en subir al segundo piso por el miedo que le causaba cerrar los ojos y volver a estar atrapada por aquellos seres, sintió que algo la miraba, que algo la rodeaba.
La luz del segundo piso estaba encendida, así que después de tranquilizarse y mentalizarse que solo había sido una absurda sensación, apagó la luz y dejando la puerta entornada de su habitación, se acostó en la cama con la intención de dormir.
No conseguía conciliar el sueño ya que cualquier sonido la asustaba, al girarse se asustó de su propia imagen reflejada en un espejo.
Al cerrar los ojos, por fin consiguió dormirse.
Las sombras volvieron, la atrapaban, el frío volvió a invadir su cuerpo, un escalofrío, un grito y de un salto se despertó. Ya volvía a estar despierta nuevamente.
Un escalofrío invadió su cuerpo al oír un ruido. Al mirar hacia la puerta vio que la puerta de la habitación estaba abierta de par en par y que la luz del pasillo estaba encendida.
Ingrid se levantó todo y sentir que su instinto le decía que no. Al presionar el interruptor la bombilla estalló.
Ingrid sintió la necesidad de bajar al piso de abajo haber si alguien había ido a ver la tele y había dejado la luz encendida.
Bajó las escaleras con cuidado. Los escalones crujían a su paso cosa que la asustaba y hacia que su corazón latiera mas rápido de lo habitual.
Aunque tenia frío, estaba sudando. Cuando llegó al último escalón no pudo aguantar la tentación de volver a su habitación pero un extraño impulso de valentía lo impidió.
Una vez abajo, Ingrid decidió ir al comedor por si había alguien. Para llegar a la estancia, tenia que cruzar un largo pasillo cosa que hizo temblar todo su esqueleto.
Tenía la camiseta empapada de sudor y eso la incomodaba. Al llegar al comedor pudo ver que no había nadie mas que ella despierta.
Al girar para volver a su habitación vio un pequeño haz de luz que provenía de la cocina.
Al llegar a la pequeña estancia donde aún quedaban los restos de la cena, vio una linterna encendida sobre un pequeña mesa redonda.
Ingrid cogió la linterna y al oír un ruido, su corazón se disparó y corrió hasta llegar nuevamente al comedor donde había mas luz. Al llegar al comedor vio a todos sus amigos sentados alrededor del tablero de ouija .
Cada uno de sus amigos tenia el dedo índice sobre un vaso que no hacia movimiento alguno.
¿Qué hacéis a estas horas levantados? Pregunto Ingrid.
No hubo respuesta alguna, solo un frío silencio.
Ingrid se acerco a ellos y les pidió que no bromearan pero ninguno de ellos se inmutó, a punto de llorar, se acercó lo suficiente para ver como el vaso se empezaba a mover señalando poco a poco un conjunto de letras.
Al cabo de un rato la palabra que formaban las letras era: JUGUEMOS.
Sus amigos dejaron de mirar el tablero de ouija para mirar a Ingrid con los rostros desencajados y con unas miradas que le congelaron la sangre.
Ingrid retrocedió unos pasos instintivamente y entonces vio como sus amigos se abalanzaron sobre ella.
Al chillar y cerrar los ojos sintió una extraña tranquilidad hasta sentir de nuevo unos extraños zumbidos. Los zumbidos cobraron significado y el frío y el miedo volvieron a invadir el cuerpo de Ingrid.
Sus amigos se habían convertido en las sombras y lo último que pudo sentir fue como esos seres le atravesaban con sus garras la piel matándola poco a poco y esperando que eso no podía fuera mas que una pesadilla, se desmayó por el dolor.
Las familias estaban muy preocupadas porque llevaban sin ver a sus hijos mas de una semana. Al llamar la policía, estos acudieron a la dirección de la cabaña en seguida. Uno de los policías al tocar la puerta vio que estaba abierta, al entrar vio que todo estaba ordenado, teniendo en cuenta que era una cabaña de unos adolescentes. Al cruzar un pasillo y llegar a una gran estancia un escalofrío inundó su cuerpo. Había una chica con la piel echa jirones y un conjunto de chicos sentados alrededor de un tipo de tablero. Cada chico tenia las manos llenas de sangre y con uno de los dedos, el único que no estaba lleno de sangre, tocaban un vaso que se encontraba encima de un pequeño papel. El policía abrió el papel doblado y únicamente habían dos palabras escritas: Game Over.

EL DIFUNTO


EL DIFUNTO


Escrito por Román H.G.


"Mi papito ya está morido". Esta es la frase que retumba en los oídos de Sonia cada vez que recordaba a su padre muerto. Aquella mañana de verano, Sonia acompañó a su madre al banco a hacer unos pagos. Como de costumbre la fila llegaba casi hasta la puerta de la sucursal. La niña jugueteaba siempre cerca de su mamá.

No te alejes, que te pueden robar. dijo la señora a su hija.
Extrañada, la mujer veía como la niña platicaba con alguien.
¿Con quién hablas? preguntó.
Con mi papito, ¿qué no lo ves? respondió señalando aun lugar fijo.
Tu papá se fue a Chilpancingo, hacer un viaje a la central de abasto.
No, mi papito se vino a despedir de mí.
Niña, te he dicho que no digas mentiras. Eso es muy malo.
De verdad, mi papito estuvo aquí conmigo.
Te pegaré llegando a casa. Sólo espera a que salgamos de aquí.
La niña se alejó, mientras su madre la vigilaba a distancia. En un descuido, la niña se perdió de vista.
Sonia salió corriendo del inmueble y pronto se vio perdida. Sin saber qué hacer, comenzó a llorar.
¡Quiero a mi mamá!
El día se tornó oscuro y una intensa lluvia amenazaba con caer. Acurrucada en un portal, lloraba desconsolada. Una mano la tomó por el hombro.
¡Papito, has vuelto! expresó la niña abrazando a su progenitor.
Sí, no podía dejar que te perdieras. contestó el hombre formando una tierna sonrisa Vamos a casa.
Tomó a su hija de la mano y caminaron.
Me dijiste que estabas muerto, que ya estabas con Diosito.
Sí, y tengo que llevarte con mamá.
Dime, ¿qué pasó?
Un trailer arrolló el coche y sólo vine a despedirme. Pero quiero encargarte que le digas a mamita que no se preocupe por mí, que yo donde esté las cuidaré y velaré para que nada les falte.
Finalmente, llegaron a la casa.
Ya llegamos. dijo el hombre Anda, entra y dale el mensaje a mamá.
El teléfono de la casa comenzó a timbrar. Apresurada, la desconsolada madre corrió a coger el auricular.
Sí, ¿Cómo dice?... ¡No puede ser!...
Tal fue la sorpresa que cayó desmayada. La noticia era fatal, su esposo había perdido la vida instantáneamente al ser embestido por un camión de doble remolque.
Cuando recobró el conocimiento se lamentaba.
Mi hija perdida y Pedro muerto, ¡no puede ser!
Un toquido la sacó de su ensimismamiento.
¿Quién puede ser? se preguntó a si misma al acercarse a la puerta.
Abrió, era Sonia.
¡Gracias a Dios, hija mía!, ¡creí que te había perdido igual que a tu papá!
No mamá, mi papito está bien, me dijo que no te preocuparas por él, que desde el cielo nos iba a cuidar.
¡¿Cómo sabes que tu padre...
Sí, él me trajó a casa.
¡No, no puede ser! comenzó asustarse.
La niña se acercó a la ventana y observó.
¡Mira, ahí está! gritó señalando la silueta.
¡¿Dónde?!
¡Por la esquina!
La madre salió rápidamente y alcanzó a ver la sombra de Pedro que se alejaba del lugar, levantando la mano en señal de adiós.
Ambas se abrazaron y su mamá le juró que estarían juntas por siempre.